Der Panther

Mientras avanza dibujando una y otra vez
con sus pisadas círculos estrechos,
el movimiento de sus patas hábiles y suaves
va mostrando una rotunda danza,
en torno a un centro en el que sigue alerta
una imponente voluntad.
RILKE


31 de diciembre de 2009

Las uvas abandonadas.


Esto es peor que escribir la carta a los Reyes Magos. Tengo dieciocho años, mi cuerpo todavía no ha digerido la mayoría de edad y aquí estamos. No es tan raro, en realidad. Los niños tartamudean sólo de ver acercarse a un hombre gordo, vestido de rojo y con barba blanca, o a tres camellos con sus respectivos Reyes encima. Bueno, y quién dice que hemos crecido. Quién lo dice. Esta carta es un suspiro, es la aceptación por mi parte del concepto de utopía. Hasta ahora, la utopía se presentaba ante mí como la excusa para cometer todas las locuras a la carta. De golpe se ha desvanecido y su verdadera definición, con todo rigor, se me ha caído encima.

En fin… Por qué no escribirle esta carta al 2010. Los niños escriben a lápiz de colores los juguetes que más desean ese año, dejan tres bombones preparados encima de la mesa del salón, copitas de coñac o champagne y agua para los camellos. Luego hacen de tripas corazón y se meten en la cama, cierran y aprietan los ojos, se estrujan los párpados más bien… Porque si no se duermen, no hay regalos. Tienen fe ciega, y aguardan sabiendo que lo que piden, al menos en parte, les será concedido. Ni qué decir tiene que los despertadores se toman todos los sietes de enero como fiesta nacional.

Por esta razón, y reafirmando así mi teoría de que nunca un adulto lo es del todo, nosotros le damos tanta importancia a las agujas del reloj cerca de las doce. Oh, y las campanadas con sus uvas. Bueno, para qué engañar, nunca miro las agujas ni me como las uvas, puedo hacer el amago, ni siquiera brindo con champagne, doy los dos besos por pura cortesía. Quién no va a negar que en el momento en el que la Tierra está justo en esa disposición de ángulos y grados, con esa velocidad de rotación y traslación, mientras la luna la sigue y la rodea y la dibuja, justo en esas undécimas de segundo previas a las campanadas, todos los no-del-todo-niños cerramos los ojos. Y los apretamos. Estrujamos los párpados más bien. Porque si no lo hacemos, si no soñamos, si no dejamos que se nos corte el aliento y dé saltos en falso el corazón, si no tenemos fe ciega, esperanza de que todo, esta vez, sí, esta vez, irá a mejor, no hay regalos. No hay la satisfacción de cumplir el propósito tan secreto que todos guardamos y que sabemos que estamos pensando y devorando con la mente y el alma. La intensidad de los no tan niños. “Este año, seguiremos juntos”, “Este año, conseguiré el trabajo”, “Este año, volverá”, “Este año, ningún ser querido se irá…”. Decidme, a qué se reducen las diferencias. Qué distingue a los juguetes que piden los niños, y los deseos que murmuramos nosotros.

Yo sólo sé que mis utopías seguirán siendo mías, secretas, cerradas, encadenadas a mi alma. Quien me conoce, sabe qué ando buscando. O esperando a que me encuentren. Este año he sido buena, más buena de lo debido, y el 2010 me debe de todo menos carbón. Pero todo es mentira. Y los deseos de Año Nuevo, son los padres.

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